Escuché asombrado los pérfidos estertores del perro a mi lado. Entonces supe que él iba a morir. Yo ya había pasado por esto montones de veces, incluso habiéndome vinculado emocionalmente durante mucho tiempo antes. Por lo tanto sabía qué vendría después: los músculos entumecidos, el arte de cargar con un cuerpo inerte hacia el primer descampado que siempre es el mismo, donde todos los cadáveres en diferentes estados de putrefacción, copan el terreno de escombros semi-sepultados y yuyos nunca inhibidos por la cercenadora municipal. Esos mismos cadáveres que inundan la atmósfera haciéndola maloliente y nauseabunda, se acumulan por la desidia, por la falta de control adecuado, por la incompetencia oficial, por falta de recursos, pero nunca por falta de amor. Soy cohabitante de los mismos suburbios apestosos; me siento cosanguíneo de esa turba descompuesta que reposa sin espíritu...
Pero sobretodo, estoy lejos de dar toda solución al problema... Y me preparo humildemente, acostumbrándome, para poder formar parte, sólo algún remoto día, de la jadeante manada.
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